Con la reacción a la visita de Pelosi, Pekín parece haber marcado el camino a los halcones de Washington. Taiwán, arrastrado por la política estadounidense, puede tener graves problemas
* “Publicado originalmente en El Confidencial» Acceder a la fuente original.
Autor: Andrés Herrera-Feligreras
Roberts Marks, en su imprescindible obra ‘Los orígenes del mundo moderno’, describe cómo la militarización del espacio indo-pacífico por las potencias europeas en el siglo XVI resultó clave para el ‘milagro europeo’. Siguiendo esa estela, durante el siglo XIX, Estados Unidos y Japón se unieron a un proceso de redistribución colonial que tuvo en los territorios de la dinastía Qing la principal tarta a repartir en esta parte del globo. Hong Kong en manos británicas (1842-1997) y Taiwán bajo dominio japonés (1895-1945) son botones de muestra de un modelo de dominación que solo empezó a resquebrajarse con el final de la Segunda Guerra Mundial.
La rendición japonesatrajo consigo el estatus de árbitro regional de Estados Unidos. La subordinación política, económica y militar de Tokio y los casos de Corea, Vietnam e Indonesia son algunos ejemplos del despliegue en términos de influencia política, despliegue militar y operaciones de Inteligencia de Washington en la región. Pero, sin duda, el modelo magistral de intervención lo representa Taiwán. El general MacArthur, para quien el Pacífico era un territorio clave en la proyección de poder mundial de Estados Unidos, vio la necesidad de apoyar el régimen de Chiang Kai-shek desde primera hora. Incluso cuando en la Casa Blanca había dudas al respecto.
Desde la Guerra de Corea (1950), Estados Unidos ha apoyado y marcado la agenda del Gobierno de Taipéi. Taiwán constituyó una pieza clave de la política de Washington en Asia durante la Guerra Fría, rol que permitió a la isla el acceso al mercado estadounidense y formar parte del engranaje de las cadenas de suministro mundiales.
Al otro lado del estrecho de Formosa, la República Popular China fue superando distintas etapas históricas. En algunos casos, con gran sacrificio de su población. En ese proceso, la ruptura sino-soviética fue vista por el dúo Nixon-Kissinger como la oportunidad de abrir una brecha en el, denominado por entonces, mundo socialista. El diálogo abierto entre la Casa Blanca y Zhongnanhai a partir de 1971 trajo, para el régimen de Chiang en Taiwán, la expulsión del Sistema de Naciones Unidas primero (25 de octubre de 1971) y un posterior dominó de reconocimientos diplomáticos en favor de Pekín después. En este punto es importante recordar que, solo unos meses antes, el 30 de junio de 1971, Nixon le decía a su embajador en Taipéi: «Solo diga que nosotros, en lo que respecta a la República de China [Taiwán], sabemos quiénes son nuestros amigos. Y continuamos manteniendo nuestras relaciones estrechas y amistosas con ellos». Unas palabras, por cierto, que recuerdan poderosamente a las pronunciadas por Nancy Pelosi durante su visita a Taiwán.
Con el establecimiento de relaciones plenas entre Estados Unidos y la República Popular China (1979) se iniciará una compleja relación triangular Pekín-Washington-Taipéi. Ambos lados del Estrecho desarrollarían economías vibrantes y, hasta cierto punto, la política de desarrollo económico impulsada por Chiang Ching-kuo en Taiwán inspiraría a su antiguo camarada Deng Xiaoping en el continente. La situación se volverá más compleja con el tránsito hacia la democracia liberal en la isla y la entrada en el juego político, a mediados de los ochenta, del independentismo taiwanés, abanderado por el Partido Democrático Progresista (PDP).
Entretanto, en las últimas décadas, el rol de Estados Unidos —como factótum regional— ha sido ambivalente, jugando la carta de Taiwán para presionar a Pekín o su influencia en la isla para frenar las aspiraciones soberanistas. China, con más o menos intensidad según el momento, nunca ha dejado de reclamar Taiwán como parte de su territorio. Y, con más o menos intensidad, ha buscado erosionar la participación del Gobierno de Taiwán en las organizaciones internacionales de todo tipo. Por su lado, las autoridades taiwanesas, en un escenario de reconocimiento diplomático menguante, han buscado fórmulas para desarrollar una presencia internacional lo más amplia posible a través de su potente economía y de un ‘softpower’ todavía en desarrollo.
Entre las prácticas de la acción exterior taiwanesa está influir en los procesos de toma de decisiones a través de grupos de presión, especialmente en Estados Unidos. Uno de los objetivos tradicionalmente buscados —durante los mandatos del Partido Progresista Democrático— es generar una corriente de simpatía hacia un Taiwán independiente. Durante la anterior Administración del PDP (2000-2008), no encontraron el contexto histórico adecuado, pero con la llegada de Trump y su retórica anti-China, las cosas fueron muy diferentes. La conversación entre Tsai y Trump no fue fruto de la casualidad.
Es necesario entender que el momento que vive Asia Pacífico es, en gran parte, fruto de la economía china. El desarrollo de China ha contribuido decisivamente a situar el eje de poder mundial en el Pacífico y, por primera vez en la historia, un país en vías de desarrollo —conviene no olvidar los graves problemas internos que todavía tiene China en este aspecto— tutea a las naciones más industrializadas desde su posición de segunda economía del planeta. La República Popular, hasta hace unas décadas solo un gran mercado para las multinacionales occidentales y japonesas, se ha revelado un actor con agenda propia. Y esta realidad, es evidente, resulta difícil de digerir para un sector de la élite estadounidense. El mismo sector que hace posible, en un país profundamente dividido, el consenso partidario en torno a un tema: la rivalidad con China.
En este sentido, conviene tener presente que la primera línea de fricción es la aspiración de Washington de mantener la supremacía regional en Asia Pacífico. De hecho, la introducción del concepto Indo-Pacífico está íntimamente relacionado con la aspiración de Estados Unidos de dar entrada directa a sus aliados regionales en la competición. Este escenario de confrontación revaloriza la isla como territorio estratégico pero, al mismo tiempo, la retrotrae a los tiempos más duros de la Guerra Fría subordinándola a la acción estadounidense.
La visita de Nancy Pelosi tiene que ver con todo esto. Tiene que ver con el consenso entre republicanos y demócratas sobre China, pero también con las discrepancias en el seno de la política estadounidense sobre cuál debe ser la relación con Pekín, cuándo presionar a la República Popular y cómo articular las relaciones con los aliados en Asia Pacífico. Tiene que ver con las ambiciones de un sector del PDP —el más próximo a la presidenta Tsai— de consolidar su base de poder dentro del partido, de mantener la tensión con Pekín como baza electoral en las próximas elecciones municipales de noviembre y, finalmente, de lograr el ansiado reconocimiento diplomático por parte de Estados Unidos.
Para el PDP, la rivalidad sino-estadounidense representa una ventana de oportunidad. Si en su día el reconocimiento por parte de Estados Unidos de la República Popular China supuso una cascada de reconocimientos en favor de Pekín, quizás el abandono de la política de ‘una sola China’ por parte de Washington —primero ‘de facto’ y luego de derecho— pudiera ser el primer paso para el reconocimiento de la isla como un Estado soberano. En este juego, la visita de Pelosi cobra sentido. Sin embargo, más allá de la política de salón, esta suerte de ‘ruleta rusa’ representa hoy en día una amenaza para la paz y la prosperidad de la economía y la sociedad taiwanesas.
Desde finales de los años ochenta, las relaciones a través del Estrecho se han desarrollado activamente en los ámbitos culturales, educativos y, especialmente, en el económico. La política de reforma y apertura china ha sido un gran negocio para las empresas taiwanesas. Los distintos acuerdos de cooperación económica firmados entre Pekín y Taipéi —de entre los que destaca el Acuerdo Marco de Cooperación Económica a Través del Estrecho (ECFA, por sus siglas en inglés)— esbozan un espacio económico prácticamente unificado; un ejemplo, el valor del comercio bilateral a través del Estrecho alcanzó, en 2020, los 166.000 millones de dólares. La República Popular representa el 43,9% de las exportaciones taiwanesas y el 22,7% de las importaciones. Solo en el primer semestre de 2022, 191 proyectos de inversión de Taiwán en China continental fueron aprobados con un incremento del 19,06% en el volumen de inversión con respecto al mismo periodo de 2021. Sin embargo, esta integración económica contrasta con la desafección que la idea de la unificación tiene —en estos momentos— entre la población taiwanesa. Las encuestas muestran la sensibilidad de los taiwaneses a la gestión de Pekín de los problemas de Hong Kong, la asertividad de la política exterior china, etcétera. Por otro lado, la idea de renunciar al sistema democrático como peaje para la unificación no resulta demasiado atractiva.
Para la población taiwanesa, el futuro inmediato pasa por el mantenimiento del ‘statu quo’, y en esa misma línea se ha manifestado Pekín, presentando, el pasado miércoles 10 de junio, el documento «La cuestión de Taiwán y la reunificación de China en la nueva era», que constituye el tercer libro blanco sobre Taiwán. El mensaje de fondo es la búsqueda de la reunificación pacífica y la defensa de la soberanía. Pero, en este caso, podemos distinguir dos audiencias. De una parte, dar garantías a la comunidad internacional —con particular énfasis en las empresas que habían activado sus planes de evacuación ante un posible conflicto— y, de otra, a mi juicio la más interesante, su propia población. Es lo que pasa cuando se cultiva desde el poder el nacionalismo… que ciertos sectores exigen ahora medidas más duras contra Taiwán. En ese sentido, el Partido Comunista de China (PCCh) se ha visto obligado a comunicar una postura oficial garantista a empresas de ambos lados del Estrecho, los ciudadanos del continente y de la isla.
¿Pero cuánta credibilidad puede tener la posición del PCCh ante la población taiwanesa? Este es uno de los mayores desafíos a los que se enfrentan las autoridades de la República Popular. Después de Hong Kongy Xinjiang, ahora Estados Unidos está jugando la carta taiwanesa en su política de contención contra China encontrando en el PDP, y sus aspiraciones soberanistas, un formidable aliado.
Si realmente el PCCh aspira a la reunificación pacífica, deberá cambiar el rumbo de su política hacia Taiwán. La insistencia en la política de promoción de la identidad china, la intimidación militar y, después de la visita de Pelosi, las sanciones económicas solo aumentan la base social del independentismo. Las autoridades chinas —a las que tanto les gusta mirar a la historia— deberían tener en cuenta que el discurso de Xi del 2 de enero de 2019, con motivo del cuadragésimo aniversario del ‘Mensaje a los compatriotas de Taiwán’, ofreció una oportunidad de oro para que Tsai, entonces muy cuestionada —incluso en su propio partido—, mejorara sus ratios de popularidad; después, el 31 de marzo, aviones del ELP cruzarían la línea media. El aumento de la presión china evaporó el triunfo de los partidarios de la unificación en las elecciones municipales de 2018 y puso al PDP en posición ganadora para los comicios generales de 2020.
Más allá de las necesarias reacciones inmediatas de unos y otros a los acontecimientos —visita de Pelosi, ejercicios militares, sanciones…— y los condicionantes del calendario —XX Congreso del PCCh, elecciones municipales en Taiwán…—, si Pekín desea iniciar un proceso de unificación no traumática este requerirá, necesariamente, respeto a la realidad de la isla y el diálogo con su efervescente sociedad civil. Recientemente, en el marco del Foro de Cooperación Shanghái-Taipéi 2022, Ko Wen-je, alcalde de la capital taiwanesa, señaló que las incursiones militares del ELPdañan la percepción sentimental de Taiwán hacia China. La dañan también las sanciones económicasque, más allá de la precisión quirúrgica pretendida por China, son percibidas como un castigo a la sociedad taiwanesa por las acciones de Estados Unidos; convendrá seguir el impacto de esta percepción en el electorado taiwanés el próximo mes de noviembre.
Desde que en el siglo XVI las potencias occidentales surcaran el espacio indo-pacífico, se han ido sucediendo en cuanto a su hegemonía y arbitraje regional. Estados Unidos es la última de ellas y ve su posición amenazada por la República Popular. Con la reacción a la visita de Pelosi, Pekín parece haber marcado el camino a los halcones de Washington. Taiwán, arrastrado por la política estadounidense, puede tener graves problemas. Esperemos que en Zhongnanhai pese más el Arte que la Guerra y estén leyendo el Guiguzi.