El meteórico ascenso chino hace saltar todas las alarmas en Occidente, mientras que en Pekín siguen concentrados en una cuestión: crecimiento y más crecimiento. ¿Realmente se debe temer al gigante asiático?

* “Publicado originalmente en El Salto» Acceder a la fuente original.

Autor: Jon Salvador Iñarga

Un viejo proverbio chino dice que si en un camino de cien pasos llevas noventa, todavía te queda la mitad del camino. Y en ese punto se encuentra la República Popular China en la actualidad. A pocos años de superar a Estados Unidos como primera potencia económica mundial. De hecho, en algunos índices ya lo ha hecho, como el PIB a paridad de poder adquisitivo en 2014. Sin embargo, los retos y las amenazas que China deberá gestionar para garantizar su ascenso son de gran envergadura, especialmente por la reacción de Estados Unidos y sus aliados ante el cuestionamiento de su hegemonía. Charlamos con Xulio Ríos Paredes (Moaña, 1958), director del Observatorio de Política China y autor de numerosos libros sobre China.

¿Por qué China es concebida desde Occidente como una amenaza?

Lo podemos disfrazar de muchas maneras, que si comportamiento asertivo, expansionismo, mesianismo autoritario, etc., etc., pero la razón de fondo no es otra que el hecho de que su desarrollo y modernización amenaza la hegemonía de Occidente de los dos últimos siglos. A ello hay que sumar, claro, el hecho de que China defiende un proyecto soberano, es decir, no sometido a las redes de dependencia de Occidente, y que reafirma, con todas sus contradicciones, un sesgo ideológico de signo también marxista y no liberal.

Quizá no sería un problema de igual naturaleza una China en el G7, por ejemplo, pero una China que postule como ahora una hegemonía compartida y no excluyente, que promueva un patrón socioeconómico, político o ideológico diferenciado y alternativo al liberal hegemónico y con una fuerte singularidad cultural, no inspira confianza en un Occidente liderado por fuerzas en su mayoría netamente conservadoras.

Esta narrativa de la amenaza se agrandará en los próximos años en un escenario de demonización creciente que pueda justificar ante la opinión pública la adopción de medidas de respuesta a cualquier nivel, recuperando, de ser necesario, los contornos de una nueva guerra fría con la esperanza de ganar en ella de nuevo.

Y para darle la vuelta a la moneda, ¿qué es lo que percibe China como amenaza? ¿qué es lo que les preocupa?

Lógicamente que esa interpretación occidental lleve a los países más inquietos y dispuestos a trazar una estrategia de confrontación que pueda hacer descarrilar su proceso. Es lo que deduce cuando se promueven guerras comerciales, boicots tecnológicos con el argumento de la seguridad nacional, alianzas militares y de inteligencia como el AUKUS o los Cinco Ojos, o plataformas como el IPEF, etc., estrategias todas que tienen como denominador común sumar países a una confrontación que defienda la hegemonía de EEUU como clave para preservar ese “orden internacional basado en normas” (nuestras normas), y la primera de todas es que quien manda es quien es.

La OTAN parece llamada también a asumir un papel creciente en la respuesta occidental a China. Los riesgos de un conflicto grave van en aumento a medida que otras alternativas de debilitamiento o cerco no cuajan en la forma deseada. Y mientras China prima el empoderamiento económico como clave para su consolidación y la expansión de su influencia en el mundo, desde Occidente el factor seguridad pasa a primer plano. Y a mayores, no debemos pasar por alto tampoco las estrategias orientadas a quebrar la cohesión interna, ya nos refiramos al propio PCCh o al Estado, con la variable territorial (Hong Kong, Xinjiang, Tibet, e incluso Taiwán) como exponentes claros de una hipotética desestabilización.

¿Cómo puede China compaginar su cambio de modelo económico hacia el consumo interno (subida de salarios, mejores derechos laborales, más tiempo libre) con seguir siendo la competitiva fábrica del mundo que ha sido hasta ahora?

Es que China no quiere ser la fábrica del mundo. Ese tiempo, muy conveniente para las multinacionales occidentales que tanto se beneficiaron de su mano de obra de barata, pasó. China sabe que ese modelo de desarrollo que le permitió convertirse en la segunda potencia económica del mundo, no la hará primera. Por eso apuesta por el cambio de modelo, incorporando variables como la justicia social, el medio ambiente o las nuevas tecnologías.

A lo que realmente aspira hoy día es a convertirse en la vanguardia tecnológica mundial y a superar las graves taras causadas por un desarrollo, ascendente sí, pero también pletórico de contradicciones, con daños considerables en el medio ambiente, un incremento sustancial de las desigualdades o importantes desequilibrios territoriales. No olvidemos que China, la segunda economía del mundo, en términos de IDH se encuentra en la posición 85 (de 189) y que cientos de millones de personas no pasan de los 1.000 yuanes al mes como ingreso. Progresan, pero les falta. Esta transición es en extremo compleja, pero no tiene vuelta atrás

El Partido Comunista de China (PCCh) ha sabido hasta el momento controlar y gestionar el proceso de acumulación de capital pero, ¿la creación gigantes tecnológicos como Alibaba o Huawei puede poner en riesgo el control que el partido tiene sobre la economía?

El PCCh apuesta por una economía con mercado, híbrida y con amplia participación del sector privado, pero dejando en claro quién dirige la economía. Cuenta con un fuerte sector público instalado en sectores estratégicos para garantizar esa preeminencia. Es el Partido quien dicta el rumbo, no el sector privado quien se lo impone. La apertura hacia el sector privado no se ha traducido en China en una pérdida de músculo del Estado sino en una redefinición de los papeles de cada cual. La economía privada es muy importante en términos de empleo, de aportación al PIB, etc., pero quien gobierna la economía es el Partido y son sus políticas las que orientan la gestión. Ese modelo, no exento naturalmente de tensiones, es el vigente e incluso diría que se ha reafirmado ante quienes abogaban por una mayor liberalización en línea con la propuesta China 2030, una estrategia convenida con el Banco Mundial para avanzar en la homologación con las economías más desarrolladas de Occidente.

La intensificación de los conflictos con Occidente (la guerra comercial, por ejemplo) ha servido también de argumento para enfatizar el papel del sector público como mejor garante de la resistencia del país ante las presiones exteriores. El PCCh, imitando quizá al viejo mandarinato que durante siglos impidió el surgimiento de una clase burguesa hostil, apuesta por perseverar en esta vía, es decir, cuidando mucho de que el auge del sector privado sirva de complemento, importante pero no sustitutivo del sector público. En esa línea, el Partido aprieta, pero no ahoga. Algo similar a lo que acontece con el mercado, cuyo papel se reconoce, pero no considera pleno sustitutivo de la planificación, que aun sigue trazando la dirección principal de la economía china.

¿Cuáles son las fuentes de legitimación del PCCh? ¿Siguen siendo las mismas que en el siglo pasado?

Indudablemente, no. Acostumbro a mencionar tres fases sucesivas, en paralelo a las tres fases principales del proceso chino: maoísmo, denguismo y xiísmo. La primera radica en el propio hecho revolucionario, que Mao culminó contra pronóstico. La segunda, bajo la égida de Deng Xiaoping tras los severos cataclismos del periodo anterior, alentó una legitimidad basada en la capacidad del sistema para procurar el desarrollo y mejores condiciones de vida a la población.

Ahora, estamos inmersos en una de esas inflexiones en la que el xiísmo aspira a establecer las bases de una nueva legitimidad, instituyendo un diseño político de alto nivel basado en la gobernanza a través de la ley o el Estado con derecho, de forma que más que acercarse a la doctrina liberal en este sentido, expresamente rechazada si nos referimos al pluralismo político, independencia de la justicia o división de poderes, pongamos por caso, profundiza en la tradición legista que inspiró el nacimiento de la propia China. Esa ósmosis del PCCh con un pensamiento tradicional que siempre denostó, constituye una de las novedades más importantes de su evolución ideológica, que influye sobremanera en la construcción de una legitimidad alternativa y que blinda en gran medida su constructo político frente a esas presiones exteriores que le conminan a cambiar su sistema.

En octubre se celebra en China el XX Congreso Nacional. ¿La continuidad de Xi está asegurada? ¿Se va a rodear de gente diferente en este nuevo mandato?

Todo apunta a que Xi tiene la intención de alterar la regla de los dos mandatos. Esto va a suponer una quiebra de la institucionalidad denguista, que con sus estipulaciones pretendía evitar una reiteración de los desmanes del maoísmo, la concentración del poder, el culto a la personalidad, etc. Muchos temen y desconfían de los cambios por esa razón. Oficialmente se justifican por la complejidad de las tensiones que se avecinan.

El relevo “natural” de Xi era Sun Zengcai, que fue condenado a cadena perpetua por corrupción. Hoy Xi no tiene sucesor “visible”. A diferencia, por ejemplo, del primer ministro Li Keqiang, quien debiera ser relevado por Hu Chunhua. Atendiendo a la regla de edad, figuras como Li Zhanshu o Han Zheng, estarían fuera. Otros como Wang Yang, Wang Huning o Zhao Leji, podrían seguir. Y hay una nómina importante de candidatos con aspiraciones a figurar en el Comité Permanente del Buró Político. La composición final va a depender, probablemente, de cómo se resuelva la agenda inmediata (pandemia, economía, Ucrania y otras tensiones exteriores, etc.). Pero el xiísmo parece llamado a presidir el rumbo político de China en los próximos lustros.